Hacia un federalismo europeo
Autor: Esteban González Pons
El proyecto de la Unión Europea atraviesa un momento crítico. Su actual configuración y su lentitud burocrática transmite la impresión de encontrarse estancada, de no avanzar, de ser suficiente para el consenso de los gobiernos nacionales e incluso excesiva para un conjunto creciente de opiniones públicas nacionales.
La irrupción de la pandemia logró lo que no había conseguido ni la crisis migratoria ni la crisis financiera. Poner de acuerdo a los 27 estados miembros para sacar adelante un Plan de Recuperación que, si todo sale bien, empezará a inundar de millones nuestras economías nacionales. Sin embargo, que este Plan sirva para reforzar el proyecto de integración europeo es algo que está por ver. Si lo empleamos para invertir en educación, en tecnología, en transformación digital, en robotización, en inteligencia artificial, en emprendimiento…entonces servirá. Pero, si los gobiernos no lo toman como un esfuerzo de la Unión, sino como un recurso presupuestario extraordinario, habremos abierto la puerta no a un proceso federalista de la Unión Europea sino a la descapitalización del propio proyecto europeo en un momento en que su mera existencia está siendo cuestionada a lo largo y ancho del continente por fuerzas nacionalistas y populistas. En el oeste por aquellos que añoran la grandeza perdida y que encuentran en el proteccionismo una barrera con que protegerse de la globalización. Y en el este por aquellos que impugnan la separación de poderes, la libertad de prensa y el respeto a las minorías.
En estos días de incertidumbre, con una Unión Europea en profunda crisis de identidad, es necesario que aquellos que creemos en el federalismo europeo demos un paso al frente. Antes de que el nacional-populismo se arroje sobre el proyecto de integración europeo para destruirlo.
Ciertamente, en nuestro país poco se sabe o se habla de federalismo europeo. Para nosotros, durante la Transición, Mercado Común y Constitución fueron ideas complementarias y conectadas. Ambas instituciones tomadas juntas significaban democracia, modernidad y prosperidad. En los 70, no aspirábamos a ingresar en el Mercado Común tanto por razones económicas (disponíamos un buen acuerdo comercial) como por prestigio. Después de 40 años de franquismo, necesitábamos ese reconocimiento por parte de nuestros vecinos. Pertenecer al club europeo era ser aceptados como una democracia equivalente a cualquiera en Europa occidental.
Por esa actitud admirativa hacia los socios fundadores con que ingresamos en el Mercado Común, es por lo que hasta hoy hemos mirado con miedo reverencial a cuanto las instituciones europeas digan sobre España. Basta con consultar el último Eurobarómetro donde se recoge que los españoles confían más en la Unión Europea que en el Gobierno de España, en el Congreso de los Diputados o en el Poder Judicial. Los españoles fuera de la Unión Europea o sin ella sentiríamos que hemos perdido la mitad de nuestra Constitución, nos veríamos huérfanos y desprotegidos. En cierto sentido la Unión Europea es un alejamiento del guerracivilismo patrio. Pero fuera de los marcos geográficos de nuestro país, la Unión Europea es también un alejamiento del guerracivilismo continental que por dos veces nos sumió en la miseria.
¿De qué hablamos entonces cuando hablamos de federalismo europeo? Por decirlo de una manera sencilla, hablamos de aspirar a que los Estados europeos puedan integrarse más y mejor, en una estructura federal, democrática, plural, plenamente respetuosa con la diversidad religiosa y cultural, que sostenga equivalentes derechos, obligaciones y prestaciones educativas, sanitarias y sociales para todos sus ciudadanos, y a la que podamos llamar Estados Unidos de Europa. Y razones históricas, culturales y económicas hay para ello.
Históricamente somos europeos antes que ninguna otra cosa. Si un historiador de dentro de dos mil años, el tiempo que nos separa a nosotros mismos del emperador Augusto y del Imperio Romano, tiene la bondad de mirarnos como nosotros miramos al pasado, difícilmente se acordará de si éramos holandeses, italianos o españoles. Directamente nos llamará europeos.
Ya en 1796 decía Edmund Burke que ningún europeo podía sentirse un exiliado en ninguna parte de Europa. Y es verdad. Nos separan los idiomas, pero nos une todo lo demás. Según Burke, los europeos compartimos la religión cristiana, el derecho romano y la tradición germánica. Actualizando esa afirmación, podríamos decir, que la identidad europea se funda en una historia colectiva, el laicismo común, el cristianismo de fondo compartido, la cultura que crece a la vez, el derecho universal, un mismo diálogo filosófico, características sociales muy próximas e idénticos principios y valores políticos. ¿Existe un modo de vida europeo? En mi opinión, claramente sí. Y no es excluyente ni está cerrado. Existe una identidad común europea, que no es sustitutiva, sino complementaria de nuestras diferentes identidades nacionales. Porque si puedo sentirme valenciano y español, puedo sentirme valenciano, español y europeo, igual que un ciudadano de Múnich puede sentirse bávaro, alemán y europeo.
La aspiración a los Estados Unidos de Europa está por tanto justificada por razones históricas, políticas y culturales. Pero si incluso esto resultase poco, también lo está por razones económicas. Y daré algunos datos.
Nos gusta imaginarnos como un gran continente, porque además aparecemos en el centro de los mapas. Pero en realidad somos el continente más pequeño del mundo, y en los mapas de Estados Unidos o de China, aparecemos relegados en una esquina. Los europeos representamos el 7% de la población en el planeta, producimos el 25% del PIB mundial, y, sin embargo, consumimos el 54% del gasto social global. En conjunto, representamos una potencia económica y social. Pero en las próximas décadas nuestro poder económico disminuirá drásticamente hasta tal punto que ningún país europeo, ni por tamaño ni por PIB, seguirá siendo miembro del G7. Pasaremos de ese 25% a un 15 % en 10 o 15 años. Ni siquiera seremos grandes en cuanto a demografía. Actualmente, representamos el 7% de la población mundial. Dentro de 80 años, apenas seremos el 4%. Ningún país de la Unión Europea, por grande que sea, podrá sobrevivir en el tablero de las grandes regiones económicas del planeta.
En otras palabras, somos el continente más pequeño, estamos perdiendo influencia en la economía global y cada vez somos menos. Como una vez dijera el antiguo presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ahora mismo solo hay dos tipos de países en Europa. Los que son pequeños, y lo que no saben todavía que son pequeños.
En un momento tan crucial de la historia como el que nos ha tocado vivir, con una pandemia global que amenaza no solo nuestra salud sino la supervivencia de nuestro modelo de bienestar y a las puertas de la que puede ser la peor crisis económica desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los europeos debemos ser capaces una vez más de dejar a un lado nuestras diferencias nacionales y trabajar por el bien común. Hay que defender a la Unión Europea no por la política agraria, o por el Erasmus o por el tratado de Schengen, sino porque la Unión Europea es lo único que se interpone entre nosotros y un continente de nuevo amenazado por la división y la guerra.
Dadas las actuales circunstancias, es necesario dar un paso al frente como otros lo dieron en el pasado. En 1849, Víctor Hugo, que además de insigne escritor era un reconocido europeísta, pronunció un famoso discurso en que dijo “Un día vendrá en el que no habrá más campos de batalla que los mercados que se abran al comercio y los espíritus que se abran a las ideas. Un día vendrá en el que las balas y las bombas serán reemplazadas por los votos, por el sufragio universal de los pueblos, por el venerable arbitraje de un gran senado soberano que será en Europa lo que el parlamento en Inglaterra, lo que la dieta en Alemania, lo que la Asamblea Legislativa en Francia. Un día vendrá que el que veremos estos dos grupos inmensos, los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de Europa, situados en frente uno del otro, tendiéndose la mano sobre los mares, intercambiando sus productos, su comercio, su industria, sus artes, sus genios, limpiando el planeta, colonizando los desiertos, mejorando la creación.”
No podría estar más de acuerdo. Porque en el proceso de integración europeo pesa tanto nuestro pasado común como nuestra voluntad de permanecer unidos. Lo diré con una sola frase: Ser federalista europeo es querer que Europa sea también el nombre de mi patria.
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